(Marco Didio Falco 19)ALEJANDRIA by Lindsey Davis

(Marco Didio Falco 19)ALEJANDRIA by Lindsey Davis

autor:Lindsey Davis
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2010-01-20T00:00:00+00:00


XXVI

Llegamos de nuevo a la ciudad a última hora de la tarde. El viento había soplado durante todo el camino, y ahora asediaba las calles, agarrándose a los toldos y arrastrando la basura con sus fuertes ráfagas. La gente se cubría el rostro con pañuelos y estolas, y las ropas largas de las mujeres se enroscaban contra sus cuerpos, los hombres soltaban maldiciones y los niños gimoteaban. Me picaba la garganta. Tenía las manos, los dedos y los labios secos; el polvo se me había metido en los oídos y en el pelo. Notaba su sabor. Mientras el carro avanzaba por el camino del puerto, mientras todavía había luz, vimos unas olas encrespadas que se arrancaban por la superficie del agua.

Al llegar a casa de mi tío, le pagué al carretero en la puerta del patio. En cuanto nos apeamos del vehículo y el portero nos abrió, ese tipo que se sentaba en la acera todos los días intentando darnos la lata, Katutis, pescó a nuestro cochero. Por el rabillo del ojo los vi con las cabezas juntas, enzarzados en una profunda conversación. No supe deducir si Katutis se estaba quejando o sólo mostraba curiosidad. Sólo eché un vistazo, pero supuse que no tardaría en enterarse de dónde habíamos estado aquel día por boca de nuestro conductor. ¿Nos estaba espiando? ¿O simplemente tenía envidia de que otro tipo nos hubiera conseguido como clientes? Helena y yo habíamos contratado el transporte de aquel carretero por casualidad. No había ningún motivo para que aquellos dos hombres de ropa y bigotes similares se conocieran. No veía ninguna razón por la que tuvieran que hablar de nosotros tan detenidamente. En algunos lugares, tal vez me encogería de hombros y diría que «era una ciudad pequeña», pero Alejandría tenía medio millón de habitantes.

En el umbral, Helena y yo nos sacudimos el polvo y dimos patadas en el suelo. Subimos despacio. Estábamos radiantes del sol y el azote del viento, con la mente relajada y nuestra relación reafirmada. No oímos ningún grito de las niñas. Todo parecía estar tranquilo. Al pasar junto a la zona de la cocina, nos llegó un débil y agradable aroma. La idea de lavarme, seguida de contarles cuentos a mis hijas, cenar tranquilamente, charlar un poco con mis parientes mayores, incluso tomar un trago con papá —no, de eso nada— e irme a dormir pronto, me resultaba sumamente atractiva.

Pero el trabajo nunca cesa. Primero tuve que atender a una visita.

Mi padre y Casio lo habían estado entreteniendo hasta que yo llegara. Ambos parecían estar ligeramente sorprendidos de su cooperación. No se trataba de un contacto comercial: Nicanor, el abogado del Museion, me había encontrado. La etiqueta dictaba que a un visitante como él no debía dejársele solo en una habitación vacía, pero ninguno de mis dos parientes se encontraba cómodo con aquella visita y me di cuenta de que él, a cambio, los miraba por encima del hombro. Casio y papá lo abandonaron a mi custodia y nos dejaron solos a una velocidad increíble.



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